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Hace casi siete años, cuando Río de Janeiro obtuvo el derecho a ser anfitrión de los Juegos Olímpicos en el 2016, la "Cidade Maravilhosa" (ciudad maravillosa) parecía merecer su apodo.
La violencia, tan preponderante en la imagen de Río como sus playas, había estado declinando durante más de una década. La economía de Río, y la del estado circundante de Río de Janeiro, estaba en auge, gracias a la demanda mundial del petróleo que yace frente a sus costas. Los juegos mostrarían a una ciudad próspera y con confianza en sí misma, afirmaron sus organizadores.
Igualmente importante, si Río podía demostrar que podía planear al mismo nivel que hace fiestas, sepultaría la idea de que "Brasil no es un país serio", como señaló en los años 60 un diplomático brasileño.
"Quienes nos den la oportunidad no lo lamentarán", prometió el entonces presidente Luis Inácio Lula da Silva.
A pocos ideas de la ceremonia inaugural del 5 de agosto, la autoconfianza de Río está debilitándose. El 24 de julio, el equipo australiano salió hecho una furia de la villa olímpica en el distrito de Barra da Tijuca, quejándose de inodoros tapados y cables sueltos. Sin embargo, esos son fallas técnicas menores comparadas con los otros problemas que plagan a la ciudad anfitriona.
La Bahía de Guanabara, donde deben competir los veleristas olímpicos, sigue siendo en parte una cloaca abierta. Un brote en el 2015 del virus del Zika transmitido por mosquitos, que causa defectos de nacimiento, ha alejado a algunos deportistas.
Los golfistas varones, en particular, están rehuyendo a Río como si la playa de Ipanema fuera una gigantesca trampa de arena. Los policías, cuyos salarios han sido retrasados por un gobierno estatal en bancarrota, han recibido a los visitantes en el aeropuerto internacional con letreros en inglés que dicen "Bienvenidos al infierno".
Una nueva línea de metro y un corredor de autobuses, el principal legado de los juegos para los cariocas, como se llama a los residentes de la ciudad, están muy retrasados.
Estas dificultades locales son agravadas por las crisis nacionales. Brasil está sufriendo una severa recesión. La presidente Dilma Rousseff está siendo impugnada bajo cargos de que manipuló las cuentas gubernamentales, así que un gobierno interino, encabezado por el vicepresidente Michel Temer, se ha hecho cargo de la administración.
Río es uno de los centros de la disfunción nacional. Petrobras, la compañía petrolera controlada por el Estado en el centro de un multimillonario escándalo que avivó las demandas para la impugnación de Rousseff, tiene sus oficinas centrales aquí.
Los policías de la ciudad no son la excepción a la norma brasileña violenta: mataron a 40 personas solo en mayo. La reputación de la ciudad como un Dorian Gray urbano, espléndida a la vista peor infectada por la corrupción, no es totalmente inmerecida.
Río aún pudiera confundir a los escépticos. Organiza un enorme Carnaval cada año sin caer en el caos. Las sedes deportivas están listas. Los excesos de costos de Río para construirlas y para otros gastos olímpicos son más pequeños que el promedio para las ciudades anfitrionas, y la mayor parte del dinero provino de fuentes privadas.
El gobierno federal concedió al Estado 890 millones de dólares en ayuda de emergencia, en parte para pagar los salarios de los policías. Ha enviado 27.000 soldados y guardias nacionales para combatir el crimen y evitar el terrorismo, y el 21 de julio la policía dijo que había frustrado una conspiración organizada por yihadistas locales.
Los enlaces de autobuses están retrasados pero funcionando, y los organizadores prometen que el metro estará operando para el 30 de julio. Después de rápidas reparaciones a sus habitaciones, los australianos regresaron a la villa.
Ellos y los 500.000 fanáticos deportivos que se espera asistan a los juegos abandonarán la ciudad una vez que estos terminen. Los 6,5 millones de habitantes de Río se quedarán. Ya sea que las Olimpiadas resplandezcan o desilusionen, los cariocas encontrarán que han hecho poco para frenar la larga declinación de la ciudad.
Ya sea que vivan en la deslumbrante costa de Río, en una de las más de mil favelas (barriadas pobres) de la ciudad o en anticuados distritos dormitorio, el estado de ánimo es sombrío. Una estudiante de derecho que vino hace tres años, y pretendía quedarse después de sus estudios, ahora quiere irse: está harta de los recortes al presupuesto en su universidad estatal y de las huelgas que han obligado a la institución a cancelar clases.
Un grupo de empresarios trató de mejorar la gobernanza del estado en el 2008 pagando a un famosa consultor para que ofreciera consejos de administración a las autoridades. Unos cuantos años después los burócratas regresaron a sus hábitos clientelistas.
Los amigos cariocas del director cinematográfico José Padilha, quien vive en Los Ángeles, han estado diciéndole que se quede ahí. Según un sondeo realizado en setiembre pasado, 56 por ciento de los cariocas quiere abandonar la ciudad, un aumento respecto del 27 por ciento en el 2011.
Ningún turista dejará de notar las discordantes yuxtaposiciones de la riqueza y la pobreza, una consecuencia de la exuberante topografía de Río así como de su mala gobernanza. Los residentes del frondoso Gávea esperan vivir más de 80 años, 13 más que sus vecinos en Rocinha, una gran favela al lado. Las tasas de delincuencia varían significativamente.
El año pasado, 133 personas murieron violentamente en Santa Cruz, un distrito engañosamente tranquilo en el extremo occidental de Río, donde, en un desvencijado mercado central, se venden lado a lado brócoli y libros. En tres barrios frente a la playa de Zona Sul, la zona sureña, cuya población conjunta es aproximadamente igual a la de Santa Cruz, solo murieron así 11 personas.
Una prioridad en la clasemediera Copacabana, donde una cuarta parte de los residentes tienen 65 años o más, es arreglar el pavimento desigual, dijo Fernando Gabeira, un escritor que fue un poco exitoso candidato a la alcaldía en el 2008. En Complexo do Alemão, una gran favela al norte con una población joven, lo son mejores escuelas y empleos. A todos les preocupa la delincuencia.
La enorme mayoría de los cariocas no vive ni en las avenidas frente a las playas ni en los callejones de las destartaladas favelas. Zona Sul alberga a 11 por ciento de los habitantes de la ciudad. Las favelas representan a solo 3,7 por ciento del área de la ciudad y albergan a solo 22 por ciento de sus residentes.
La mayoría del resto vive en bajos bloques de departamentos sin encanto alguno que rodean a Río por el norte y el oeste. Luego está Barra da Tijuca, un mini Miami en rápido crecimiento de concesionarias de autos, pantanos y condominios cortados por la misma tijera con nombres como "Sunflower" y "Villaggio Felicitá".
El turismo y otros servicios ofrecen la mayoría de los empleos, y una cuarta parte de los jóvenes trabajan en bares y restaurantes. Muchos hacen largos recorridos para acudir al trabajo.
Emanuel, un jovial sexagenario al que le faltan los dientes frontales, se quejó de que le tomaba hora y media desplazarse hacia Leblon, donde vende galletas y té helado a lo largo de la playa, desde Jacarepaguá, 23 kilómetros al oeste. Unos dos millones de trabajadores se dirigen a Río diariamente desde su periferia poco desarrollada.
Unos juegos exitosos pudieran elevar el decaído estado de ánimo de Río. Sin embargo, eso no será suficiente para hacer de la ciudad un dínamo económico. El paisaje espectacular hace que la gente quiera venir, pero se necesitarán más combate inteligente de la delincuencia, una mejor administración fiscal y mejores servicios públicos para hacer que quiera quedarse.
Hasta que sus líderes ofrezcan eso, Río no se convertirá en una ciudad grandiosa, solamente será un escenario grandioso para ella.