Por Mario Ramos-Reyes
Filósofo político
La afirmación de este título parecería una mera provocación. Pero no lo es. La ética, como ingrediente de la vida social, deviene más en zona de conflicto que de alivio de problemas. Es que, en el contexto de la democracia liberal actual –sistema de libertades, pluralismo ideológico, descentralización de los discursos culturales hegemónicos, y muchos otros etcéteras– hay un hecho ineludible: el humus social, ese suelo que nutre la vida ciudadana, es un campo que divide moralmente a los ciudadanos y, por lo mismo, un campo de batalla político. Por eso, agrego, no basta querer una democracia "transparente" o moral, o peor, democracia con "valores" pues, con ello no sólo se dice muy poco, sino –y eso es lo preocupante– se dicen cosas que el lector, ciudadano, o votante, entiende de manera muy diferente. Es por eso por lo que, afirmar la creencia en una democracia y aditarle el adjetivo de "ética" para calificarla como mejor que otras y con ello darse ínfulas de una posición más "alta que otras", exige un análisis serio cuyo resultado es vital para saber el tiempo en el cual estamos viviendo.
Es cierto, una democracia exige razones que den soporte o fundamento a las perspectivas de los ciudadanos y, para ello exige, ademas, un proceso de discusión o deliberación donde el diálogo es condición necesaria. El intercambio de razones, o de argumentos –a favor y en contra de una posición– va puliendo poco a poco el tema debatido, refinando y evitando, dentro de la medida de lo posible, los malentendidos y con mucha frecuencia, prejuicios y falta de tino para ponerse en el lugar del otro. Pero el punto de mi pretensión en este artículo, de que la ética, más que la solución es el problema, habita precisamente en ese pluralismo como condición necesaria para arribar a un consenso social.
¿Qué quiero significar con esto? Constatar que en nuestras democracias, desarrolladas o no, "primer" mundo o del "tercer" mundo da lo mismo, pues el relativismo pluralista se ha homologado y, en todas partes, se habla con insistencia de "valores" y se proponen "códigos" de ética como una forma de contrarrestar a la terca corrupción que amenaza a las instituciones democráticas. Pero ahí justamente se da el problema: es el contexto de nuestra cultura postmoderna, donde todo es relativo, ligth, suave, aligerado, o como se quiera llamarle, la ética, si bien continúa presente, deviene una realidad moluscoide, flácida, mínima, sin ninguna –o muy poca– atracción a los actores ciudadanos. Basta comprobar esto, al ver cómo, gobiernos se embadurnan en la corrupción y son denunciados; pero, los opositores, apenas se hacen con el poder, caen en lo mismo. O los ciudadanos empantanados en formas de corrupción como una forma de vida.
Mi punto es: las éticas propuestas son débiles, light, no sirven de mucho, pues son casi indeterminadas. Es que el espíritu de nuestra época nos topa con excelentes deseos y mejores intenciones, pero, sufre de un atolladero intelectual: se habla mucho de ética pero, cuando se pretende concretar, uno se encuentra haciendo la pregunta: ¿de qué ética se esta hablando? ¿De la ética utilitaria, o tal vez del egoísmo ético, o mejor, del voluntarismo ético, quizá del emotivismo… o de la vieja ética del derecho natural? Esta lista se podría multiplicar al infinito, pues, las ofertas del cómo se debe vivir o qué es lo bueno éticamente, es tan resbaladizo hoy, que exigir ser moral es ambiguo, incierto o dudoso.
Esto parecería un poco pesimista, pero no lo es. Es simplemente un hecho: vivimos en sociedades post-morales que hablan de ética pero con poco o ningún significado a la palabra. Para algunos que la mujer tenga derecho sobre su cuerpo, y de ahí, el aborto, es ético. Para otros, no. Es lo contrario. Si se pregunta a un individualista qué es ético, contestará: ser autosuficiente y no una carga a los demás. Un "solidarista" diría lo contrario: nadie vive solo, por lo tanto, la autosuficiencia como "valor" es poco ética, pues, no corresponde a la realidad.Y así se puede continuar dando numerosos ejemplos a esta disfuncionalidad social.
Pero, entonces, se preguntará el lector azorado, ¿la democracia no necesita de ética? Le diría que sí, pero, a menos que se parta de un supuesto dado sobre ciertos principios, seguiremos empantanados, en la deliberación de propuestas con mucho nombre pero sin solidez. ¿A cuáles principios me refiero? Señalo sólo uno que, si no se acepta de manera meta-consensual, es fútil toda discusión posterior. Es la realidad que el ser humano, cada uno, independiente del consenso, posee dignidad y merece respeto íntegro por el hecho de ser persona. De ahí se puede formular una ética razonable, de la felicidad, para la persona, no sólo privada sino pública. Una de las razones del por qué de la gran oferta de "éticas" –en plural– es por lo indefinible que la palabra "dignidad" y la "persona" aparece como algo sujeto a deliberación, discusión a gusto. Fíjese el lector, finalmente, en la respuesta que la candidata Hillary Clinton diera al tema de la dignidad del no nacido: de que no tiene protección constitucional.
Concluyo. La dignidad no es otra "cosa" más sujeto a debate. De ahí brota una ética propia y genuinamente humana. Y eso es tarea de una educación seria, como apertura a la realidad de las cosas, paciente, sosegada, profundamente humana y humanista, y no simplemente de mera propuesta de "valores". Una democracia constitucional, seria y sólida, que sea baluarte de los derechos humanos, requiere por eso el supuesto indiscutible e indiscutido de una dignidad íntegra, como modo de legitimidad de su poder. Sin la recuperación de ese paso, el problema continuará, a pesar de establecer cuantos códigos de ética queramos. Continuaremos arando en el mar.