Cuando Dilma Rousseff recibió en diciembre el primer golpe del impeachment, Michel Temer se destapó con una carta de despecho donde se quejaba de ser un "vicepresidente decorativo": después de tres décadas en la sala de máquinas del poder, este glacial abogado ya no quiere las sombras, quiere gobernar Brasil. Se hará con los mandos hasta 2018 si Rousseff no sobrevive al juicio político que el domingo puede dar una zancada crucial en un Parlamento en rebeldía. Especialmente después de que él mismo gestionara el desembarque de su decisivo partido -el centrista PMDB- de un gobierno al que llegó como número dos y del que se convirtió en verdugo.
A los 75 años, este estratega de andar erguido y aire distante lleva meses coqueteando con un protagonismo que siempre le rehuyó. Pero tras sobrevivir casi 30 años en los envenenados pasillos de Brasilia, supo dosificar las señales de que su matrimonio de conveniencia con Rousseff ya no le convenía.
Incluso con su jaque a la reina surtiendo efecto, Temer siguió trabajando entre bambalinas, aunque consciente de que ahora los focos le buscaban a él.
Tanto que ya ensayó ante el espejo su discurso por si acaba con la banda presidencial cruzada en el pecho. En su segundo "descuido" desde que el sillón de Rousseff comenzó a tambalearse, el lunes se filtró un nítido audio en el que, con la voz solemne que da el poder, se dirigía "al pueblo brasileño" proponiendo un "gobierno de salvación nacional". El monólogo era también un guiño a los mercados, que le ven como el torniquete que puede frenar la hemorragia económica. Airada, la presidenta clamó al día siguiente contra el enemigo que se gestó ante sus propios ojos, y lo llamó "traidor".