Por PABLO NOÉ
Somos lo que hacemos, comemos, bebemos, planificamos, leemos, pensamos, soñamos y amamos. Como parte de nuestra esencia queda impregnada como sello indeleble, la manera en la que encaramos las situaciones de la vida. Esto exhibe frente al mundo lo que fuimos edificando como nuestro sustento, y nos pone en una vitrina infinita como lo es la vida cotidiana. En ese proceso de construcción vamos incorporando elementos que los discriminamos libremente, y los seleccionamos para ubicarlos entre lo que consideramos que son valores o antivalores.
Esta parte genuina de la existencia humana se va consolidando desde que somos niños y aflora cuando comenzamos a socializar. Desde los primeros contactos con los demás niños en la escuela, hasta que vamos forjando nuestra independencia y llegamos a la edad en la que tenemos que ser hombres (concepto genérico para englobar a varones y mujeres) maduros. Todo suma a la hora de comprender la manera específica en la que reaccionamos ante cada estímulo específico.
Esta diversidad es lo que hace atractivo al estudio de la esencia del hombre, ya que los modelos son variables y las posibilidades infinitas. Aunque estos son componentes inherentes al ser humano, en ocasiones nos olvidamos de lo que estamos hechos y caemos en errores de apreciación, a la hora de juzgar a las personas. Desconocemos esa múltiple cantidad de factores que intervienen en el pensamiento y accionar de una persona, como si fuéramos ajenos a este escenario.
Para comprender la forma en la que cada persona e incluso la colectividad reacciona ante un hecho, debiéramos poner en la mesa de análisis esta serie de factores, puesto que los mismos, combinados, arrojan un resultado totalmente diferente, si hacemos la comparación de la conducta de un ser humano y de otro, por más que sean de características socioculturales muy similares.
Esta mala apreciación de la matriz analítica de la concepción de las personas es un factor clave para errar el camino del análisis. Además, caemos en un vicio consuetudinario, juzgamos al otro con la misma vara. Como si todos estuviéramos cortados por la misma tijera, o hechos en serie, producto de una maquinaria dedicada a la realización de monigotes iguales, en forma y tamaño.
Para el hombre la educación es clave. Estando en un lado y del otro de la observación de un suceso, uno debe entender que la manera en la que fuimos construyendo nuestra personalidad es única e inigualable. Entonces, reaccionamos de manera totalmente particular ante cada situación. Esta ecuación se complica cuando introducimos el factor emotivo, que se transforma en un elemento fundamental en cada persona. Los sentimientos y emociones, que son en esencia irracionales, se configuran de acuerdo a los ingredientes citados anteriormente.
Reducir la calificación de cada persona entre buenos y malos, entre puros e impuros, entre honestos y deshonestos, no es más que un engaño que si siquiera puede servir para aplacar los gritos de la conciencia. La misma también pide coherencia como forma de vida, reconociendo incluso que la configuración de la misma es estrictamente personal.
Para colaborar en la construcción de una sociedad más justa, en la que las posturas sean claras, y las ideas apunten a fortalecer nuestro crecimiento colectivo, es indispensable incluir en las miradas de estudio estos componentes. Mientras sigamos pontificando desde un impropio atril superior, no haremos más que apagar nuestra visión global de los hechos, engañándonos a nosotros mismos, girando en círculos en un espiral inacabable que solamente nos lleva al lugar de donde partimos. Así, finalmente, no se llega a ninguna parte, aunque ridículamente, creamos que somos los mejores.