Por Pablo Noe
Juan camina por la calle sin rumbo fijo. Hoy tuvo un día difícil y aunque pudo rescatar algunas monedas para engañar el estómago, sigue pensando cómo hacer para completar la jornada sin tener que pasar hambre otra vez, una realidad que debiera ser absolutamente ajena para un chico de solo 10 años. De repente detiene sus pasos, observa absorto como José está feliz jugando al fútbol en su casa. Esa pelota nueva le enamora. Desea tenerla en sus manos, poder acariciarla con los pies para celebrar un gol y abrazarse con la gloria.
En un instante despierta de sus sueños escuchando un pedido de ayuda. Es José quien le ruega que le acerque el balón, que escapó y llegó a la calle. Juan no lo piensa dos veces, corriendo va al encuentro de ese preciado elemento. Lo alcanza, disfrutando de ese instante como si fuera eterno. Sin mucho trámite, muy a pesar suyo, porque le hubiera gustado que el momento fuera más extenso, cumple con su compromiso, lo devuelve a su dueño, quien con una sonrisa agradece ese gesto. Juancito continúa con sus pasos que lo llevan a hacia ningún lugar.
La sociedad es un colectivo en el que convivimos entre todos. Los que más tienen y los que más padecen. Los que desde niños deben cumplir con la infausta tarea de trabajar para comer y los que tuvieron la suerte de nacer en una cuna de oro. En medio de estos extremos existen un montón de clasificaciones que son infinitas. Lo innegable es que en el Paraguay la desigualdad muestra su rostro en todas partes.
En donde no se puede seguir admitiendo que exista una diferencia tan marcada es en el punto inicial de todo esquema que pretenda construir un destino mejor para todos: la educación. Así como Juan y José viven realidades absoluta y radicalmente diferentes, el sistema educativo paraguayo exhibe un amplio menú de opciones que resulta preocupante. No se debe permitir un abanico tan amplio, en el que los que nada tienen sufren de privaciones inadmisibles, y los que poseen mayores recursos estén a años luz de distancia.
En nuestro país sufrimos al ver instituciones educativas en condiciones indecentes y miserables dentro del sistema público. Seguimos encontrando escuelas sin condiciones mínimas de infraestructura edilicia, con bibliotecas pobres y desactualizadas. Muchos maestros deben establecer metas académicas incluyendo en su esquema los problemas sociales de sus estudiantes, como punto de análisis para intentar alcanzar objetivos semestrales. La merienda escolar que aparece en los primeros meses y después desaparece misteriosamente del menú estudiantil. Condiciones en las que estudiar más que un derecho se convierte en una aventura.
En frente a esta realidad están las instituciones del sistema privado que ofrecen un sistema de mejor calidad, en donde el alumno tiene más elementos para desarrollar su potencial, preparándose para los desafíos de la sociedad del conocimiento y del mundo globalizado. La diferencia esencial radica en la profundidad de la billetera de quien pueda financiar una mejor educación para sus hijos.
Nefasto es para este análisis intentar igualar para abajo a todos. Lo ideal sería que el Ministerio de Educación y Cultura encabece un proceso en el que las políticas públicas tengan objetivos claros y en donde no se negocie la calidad educativa bajo ninguna perspectiva. Debemos alcanzar acuerdos sociales en donde los puntos comunes sean factores que nos empujen a trazar un rumbo claro al que queremos arribar como colectivo social.
Las diferencias cualitativas profundas no pueden seguir sosteniéndose de ninguna manera. Tenemos que entender que en el país vivimos en conjunto y que con diferencias y semejanzas, la línea de partida debe ser igual para todos. Es innegociable seguir lucrando con el futuro de nuestros hijos, ya sea robando recursos de instituciones estatales o lucrando con propuestas privadas que tienen como objetivo real la generación de ganancias y no una educación de calidad. Los objetivos educativos para construir un Paraguay mejor deben estar claramente establecidos y no quedar al arbitrio del mercado o frustrados por la voracidad de algún oportunista de turno.
Si no entendemos que esta es la piedra angular en donde debemos sostener los esquemas de transformación que eliminen las desigualdades, estamos repitiendo fórmulas perniciosas que nos están empujando hacia una sostenida mediocridad, en la que todos salimos perdiendo.